Anabella, has decidido marcharte y no puedo hacer nada para evitarlo. Contigo se van todos mis espermatozoides muertos, tu cuerpo será su cementerio. Recuerdo que un día te dije que yo sería tu manicomio, que ibas a habitarme. Mentí. Tu ropa aún está en el cajón de mi armario, ordenada con esa compulsiva manía tuya que altera mi desorden. Las fotografías que un día eternizaron la burla que le jugábamos al tiempo esperan por ti. No me dejes ninguna porque es posible que se empolven y se conviertan en cenizas, como nuestro amor.
A pesar de que es mío, dejaré que te lleves a Einstein. Se ha encariñado más contigo que conmigo. Trata de cuidarlo y estar pendiente de él porque ahora sólo ladra para comer y es posible que no te alerte si hay alguien husmeando en tu nuevo hogar. Pierde cuidado, Einstein te seguirá a todos lados. Sí te será fiel, como tanto querías que yo lo fuera. Sé que mi lealtad no te bastó y que es inútil hablar de eso.
Puedes llevarte la cocina que para nada me sirve, sino para quemar el alimento. También el microondas. Como bien te has podido dar cuenta, prefiero las cosas frías, pero no los momentos. Sobre el escritorio de mi oficina están todas las cartas que te escribí cuando me era imposible verte. Tus padres tuvieron algo de razón con la opinión que habían forjado sobre mí: “es un espécimen raro”.Jamás te entregué esas cartas y si no me he deshecho de ellas es porque son tuyas. Creo que mereces tener la opción de leerlas a destiempo o rompérmelas en la cara.
El “no me olvides” que plantaste en el jardín ha crecido tanto que resulta ridículo pensar que lo podrás transportar, pero por las dudas he comenzado a cavar hondo por si luego te animas a plantarlo en otro lado. En toda la casa se encuentra impregnado el olor de tu perfume, no sé cómo harás para llevártelo. Esa es una encrucijada que me altera el cerebro.
Anabella, puedes llevarte los recuerdos, las caricias y borrarlas con el danzar imparable de las manecillas del reloj. Tienes todo el derecho, el absoluto derecho, de coger el repostero, la cama donde resucitábamos, el caramelito de limón que me regalaste y que aún guardo bajo mi almohada porque según creía me daba suerte. Posees la libertad de asir los muebles, las ollas, los candelabros y con ellos la luz del hogar.
Puedes llevarte la casa entera si quieres, o si prefieres ladrillo por ladrillo y cada parte de mi corazón. Pero tan sólo te pido, te imploro, que no te lleves mis libros, ¡Mis libros no, por favor!; que Vallejo, Bukowski, Baudelaire, Martín Adán, Antón Chejov y Blanca Varela se queden conmigo. Que “Cien años de soledad” conserve sus páginas completas, que Leopoldo María Panero siga siendo el mismo loco que sale de las hojas para follarme la mente con sus versos, que Isabel Allende me cautive con la sensualidad de sus textos. ¡Maldita sea! que ni se te ocurra llevar escondida entre tus ropas a Remedios, la bella; a Don quijote; ni a Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; ni a“Pichulita” Cuellar; ni a Lolita, la ninfa de su padrastro; ni a Jean Baptiste Grenouille, quien tenía un olfato prodigioso y una mente perturbada; ni a Penélope, la amante fiel; ni a Madame Bovary, que es todo lo contrario. Porque puedes llevarte todo, todo, menos mi vida. Porque sin la literatura estoy jodido, acabado, muerto y sin opción a reencarnarme ni siquiera en un analfabeto. ¡Con mis libros no!, ¡No, por favor!
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