¿Por qué callar si nací gritando?

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viernes, 26 de octubre de 2012

Valicho


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-Nadie se alegró cuando naciste- 
Me confesó mi tía Micaela.
Yo solo tenía cinco años.

Mamá no me quiso a sus quince años. Pero me engendró a sus dieciséis. Mamá no me quiso a los treinta ni a los cuarenta pero es posible que sí lo haya hecho a los sesenta y cinco, justo en su último año de existencia.

Siempre dijo que yo era valiente. Su rostro formaba una expresión de tristeza y disgusto  cada vez que me lo repetía. Las arrugas que le bordeaban los labios se le hacían más notorias y las de la frente -¡Tan sombrías!- solían indicarme cuan grande era su amargura.

No recuerdo haber recibido alguna muestra de cariño por parte de ella, ni un solo beso, ni siquiera en la frente. Pero justo antes de su muerte ella evocó un recuerdo inesperado, tal vez fue un delirio o quizá fue su subconsciente tratando de enmendar una parte de todos los errores que cometió. Aunque a esas alturas todos los intentos por hacer menos triste mi pasado resultaron inútiles.

Me despertó a las tres de la mañana con un grito espantoso, un lamento que de seguro le salió de las entrañas. Sudaba frío. En la oscuridad de su habitación me miró arrepentida con un par de lágrimas recorriendo su rostro completamente ajado y tomándome del brazo con sus dos manos temblorosas me hizo saber que en una ocasión, cuando yo apenas daba tres pasos y no sabía hablar se acercó a una de mis mejillas y la besó. Me dijo que me había besado sin la desazón en el alma que siempre la acompañaba.

- Mientras que envolvía tu cuerpecito- continuó

Cayeron al suelo las dos únicas lágrimas que le vi en toda mi vida. Me contó que me abrazó fuerte, tan fuerte que en aquel momento mis costillitas le advirtieron que debía soltarme, y luego su cerebro le ordenó a su corazón que debía retirarse, ausentándose así por muchas décadas.  

–Eras un niñito muy flaquito y moquiento- Me había susurrado al oído- sobre todo moquiento.

Ninguno de los dos pudo dormir esa madrugada y no porque así lo hubiésemos deseado. Sino porque al parecer ella se había obstinado en dejar de existir. Fue minutos después de que dejara de apretarme los brazos, mucho después de haberse limpiado aquel par lágrimas rebeldes y de que su silencio se volviera ensordecedor.

 A sus sesenta y cinco años mamá adquirió la tendencia de olvidar casi todo, menos su eterna deuda conmigo, esa falta que  en ésta ni en ninguna otra vida llegaría a corregir. Al parecer aquella madrugada mamá olvido hasta de respirar y cuando intentó recordar como se hacía prefirió guardar su energía en el rincón más desusado de su mente y así sin dar siquiera un suspiro la vi desaparecer, extinguirse, ya no estar para  siempre.

Fue raro. Ella estaba muerta y yo seguía vivo, sin sentir nada. 



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