¿Concha tu madre?... y
se estaba insultando a sí mismo. Parecía estar a punto de rendirse pues las
lágrimas no esperan nueve meses a nacer. En cuestión de segundos parpadeó intentando
reprimir sus nacimientos encarcelándolas en sus ojos. La furia le había cegado
la mente, no le dejaba organizar las ideas. Sólo atinaba a lanzar una serie de
improperios mentando a la madre de su único hermano, que a su vez venía a ser
su propia madre.
-Sí huevón, te la pegas
de payaso. ¡Ya deja de reirte mieeerrrda!- Había gritado al extremo de quedarse
afónico. Y pensar que casi lo consigue.
Por esos
tiempos Marlon apenas tenía ocho años de edad pero se veía de seis y se
comportaba de cuatro. Era un fiel partícipe de las temporadas de juegos
infantiles creados por varones para varones porque “ni ca… chocherita” jugar con
mujeres, ´tas huevón y si después lo molestaban al pobre churre con alguna
fulana, eso si que no.
A esa edad
todavía no se tiene hembrita, piensa, a esa edad se compite contra las mujeres.
Cada quien con su grupo, con su género. Si hasta en los felices cumpleaños a
los que él asistía no era necesario ser adivino para saber que los niños se iban
a atrincherar en un lado y las mujeres en otro, pero esa indigna actitud de
todo lo contrario a un caballero era contrarrestada casi siempre por alguna
señora regordeta y bonachona que desquebrajaba las corazas de los churres y los
ponía a bailar al ritmo de "el gato volador" u otra canción de moda.
Al fin y al cavo él y su hermano Oscar, junto con los chicos de la cuadra siempre
terminaban moviendo el esqueleto porque sino no había torta, tampoco regalo
sorpresa y ahí si estaban fritos pajaritos.
- Eres un tramposo, siempre quieres ganar- Continuaba
Marlon
Como decía: Hombres
con hombres, mujeres con mujeres. La excepción nacía sólo cuando se juntaban
para jugar mata cholo o a las empuñadas. Pero eso si: “La dan los hombres eh”,
decían las mujeres.
En aquel
verano ya había pasado de moda la temporada en que las manos enrollaban con
madeja los trompos bailarines para después ser destruidos. En el barrio de
Cossio del Pomar y al rededores se vivía la fiebre de los que un día fueron los
primeros taps, esos que venían con las imágenes de pokemón y
que solamente podían ser adquiridos si se compraba una determinada
marca de chisitos. ¿Quién quería los chisitos? todos los compraban únicamente por los taps, de esa manera en ese año no fue
raro ver a los churres de la cuadra pidiendo cincuenta centavos a sus mayores para
poder realizar sus adquisiciones respectivas.
-Si vuelves a hacer trampa te meto un peñonazo, ya te
dije y ya juega, juega que a las finales trampas y caras salen- Le advirtió
Marlon tratando de moderar su rabia mientras Oscar se quejaba de su actitud y
le decía: “Más lo que lloras como nena”
A
la par con la fiebre de los taps regresaba el juego de las canicas, inexorable
a los vestigios de las nuevas modas incorporadas a la etapa de la niñez. Los
chicos del barrio comenzaron a competir entre sí para ver quienes tenían más
bolinchas. Disfrutaban cuando quiñaban alguna, cuando daban un pepo y ganaban
el juego. Sacaban pica a sus rivales, se reían cada vez que conseguían muchas
victorias y se enfurecían cada vez que perdían.
Fue en ese
verano vacacional en el que Marlon se convirtió prácticamente en un
coleccionador obsesivo de canicas. En casa había atiborrado decenas
de botellas de gaseosas, llenándolas de dichas esferas. Poseía una gran
cantidad de bolinchas lecheras, y una mínima de quiñadas. Tenía en sus manos
una puntería fenomenal con la cual ganaba más juegos y por lo tanto conseguía
aumentar de un modo incontable el número de nuevas esferitas de diferentes
colores pero de igual tamaño.
-¡Pepo carajo!- Celebró Oscar en la cara encolerizada de
su hermano.
- Eres un lechero... nada más- Le respondía Marlon con la
sangre hirviendo a la par que se mordía una uña.
Cierto día muy
similar a los demás Oscar, su hermano mayor, también se sumergió en el adictivo
mundillo del juego de las canicas. Comenzó a ganar tantas de un modo
consecutivo que de un momento a otro logró tener más de un centenar. Así, primero
de una en una y luego de decenas en decenas, llegó al punto de estar tan cerca
de igualar a su hermano quien misteriosamente había extraviado un par de
botellas repletas de canicas.
El
auge inesperado de Oscar y el supuesto extravío de la valiosísima propiedad de
Marlon hicieron que los chicos del barrio conjeturaran la idea de que Oscar le
había robado descaradamente a su hermano.
De
los chicos del barrio también nació la idea de que los hermanos
se enfrentaran en un duelo para medir sus habilidades en el manejo de
las canicas. Jugarían todo el día: de diez de la mañana a diez de la noche. Sólo
pararían para ir a almorzar o para ir a orinar al árbol de la casa de la señora
Angelita, una vieja solitaria y malhumorada a la que le habían declarado la
guerra. Quien obtuviera más canicas del otro sería el ganador.
-Todo
o nada- Sentenciaron los chicos del barrio y todo o nada se jugó.
Fue
allí cuando la situación llegó a su punto más crítico. Ninguno de los dos podía
fallar. Quien chocara su canica con la del otro ganaría todo, absolutamente
todo y el perdedor no solo se quedaría sin sus esferitas sino que también la
fama atribuida de “el mejor de los mejores en el juego de las canicas” quedaría
solo en una especulación y sería olvidada al igual que la especulación misma.
Las
manos le empezaron a sudar al mayor de los hermanos. Utilizó la risa como intento
de disimular su nerviosismo. Por otro lado Marlon tomó aquella risa como una ofensa.
Ambos se involucraron en una discusión que parecía no tener fin. Lo que en un primer
momento fue una risa por parte de Oscar se había convertido en una burla y lo
que en un momento fue una llamada de atención por parte de Marlon se transformó
en una serie de insultos.
-¡Que
te vas pa´ la mismísima mierda, concha tu madre!
¿Concha
tu madre?... y se estaba insultando a sí mismo. Parecía estar a punto de rendirse
pues las lágrimas no esperan nueve meses a nacer. En cuestión de segundos parpadeó
intentando reprimir sus nacimientos encarcelándolas en sus ojos. La furia le
había cegado la mente, no le dejaba organizar las ideas. Sólo atinaba a lanzar
una serie de improperios mentando a la madre de su único hermano, que a su vez
venía a ser su propia madre.
-Si
huevón, te la pegas de payaso. ¡Ya deja de reirte mieeerrrda!- gritó casi quedándose
afónico.
La
tensión creció, ninguno de los dos cedía y la agresividad aumentó súbitamente
De repente sucedió:
La cólera había llegado a su máxima expresión. Marlon cogió todas sus canicas,
las vació de las botellas en donde las guardaba y las arrojó con odio hacia al
suelo. Les dio la espalda a todos y empezó a correr sin detenerse y sin rumbo definido. En su
mano aun tenía la canica del juego. A una distancia cerca del imposible la tiró de reverso y sin regresar a mirar. La tiró muy duro. Aún así la esfera
demoró una eternidad en caer. Lentamente su esferita se acercó ya sin fuerzas a la canica de su hermano y casi rozándola le
dio un beso agónico.
¿Pepo?,
se preguntaron incrédulos unos a otros los chicos del barrio y después de asimilarlo lo gritaron: ¡Pepo,
Pepo!
Marlon
aún no estaba tan lejos, sabía que debía de seguir corriendo, pensó en fugarse. Eran las diez de la noche cuando a toda prisa dobló la esquina sin
saber que había sido el ganador del más grande de los duelos del juego de las canicas que
alguna vez se realizó en las calles de Cossio del Pomar. Por esos tiempos
Marlon apenas tenía ocho años de edad pero se veía de seis y se comportaba de
cuatro. Sin lugar a dudas era un fiel partícipe de las temporadas de juegos
infantiles creados por varones para varones.
Ninguno de los chicos del barrio imaginó en ese momento que dos meses después el juego de las llantas se impondría al de las canicas por una larga temporada.
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Ninguno de los chicos del barrio imaginó en ese momento que dos meses después el juego de las llantas se impondría al de las canicas por una larga temporada.