¿Por qué callar si nací gritando?

.

sábado, 27 de octubre de 2012

Marlon el fujitivo



-¡Que te vas pa´ la mismísima mierda, concha tu madre!

¿Concha tu madre?... y se estaba insultando a sí mismo. Parecía estar a punto de rendirse pues las lágrimas no esperan nueve meses a nacer. En cuestión de segundos parpadeó intentando reprimir sus nacimientos encarcelándolas en sus ojos. La furia le había cegado la mente, no le dejaba organizar las ideas. Sólo atinaba a lanzar una serie de improperios mentando a la madre de su único hermano, que a su vez venía a ser su propia madre.

-Sí huevón, te la pegas de payaso. ¡Ya deja de reirte mieeerrrda!- Había gritado al extremo de quedarse afónico. Y pensar que casi lo consigue.

Por esos tiempos Marlon apenas tenía ocho años de edad pero se veía de seis y se comportaba de cuatro. Era un fiel partícipe de las temporadas de juegos infantiles creados por varones para varones porque “ni ca… chocherita” jugar con mujeres, ´tas huevón y si después lo molestaban al pobre churre con alguna fulana, eso si que no.

A esa edad todavía no se tiene hembrita, piensa, a esa edad se compite contra las mujeres. Cada quien con su grupo, con su género. Si hasta en los felices cumpleaños a los que él asistía no era necesario ser adivino para saber que los niños se iban a atrincherar en un lado y las mujeres en otro, pero esa indigna actitud de todo lo contrario a un caballero era contrarrestada casi siempre por alguna señora regordeta y bonachona que desquebrajaba las corazas de los churres y los ponía a bailar al ritmo de "el gato volador" u otra canción de moda. Al fin y al cavo él y su hermano Oscar, junto con los chicos de la cuadra siempre terminaban moviendo el esqueleto porque sino no había torta, tampoco regalo sorpresa y ahí si estaban fritos pajaritos.

- Eres un tramposo, siempre quieres ganar- Continuaba Marlon

Como decía: Hombres con hombres, mujeres con mujeres. La excepción nacía sólo cuando se juntaban para jugar mata cholo o a las empuñadas. Pero eso si: “La dan los hombres eh”, decían las mujeres.

En aquel verano ya había pasado de moda la temporada en que las manos enrollaban con madeja los trompos bailarines para después ser destruidos. En el barrio de Cossio del Pomar y al rededores se vivía la fiebre de los que un día fueron los primeros taps, esos que venían con las imágenes de pokemón y que solamente podían ser adquiridos si se compraba una determinada marca de chisitos. ¿Quién quería los chisitos? todos los compraban únicamente por los taps, de esa manera en ese año no fue raro ver a los churres de la cuadra pidiendo cincuenta centavos a sus mayores para poder realizar sus adquisiciones respectivas.

-Si vuelves a hacer trampa te meto un peñonazo, ya te dije y ya juega, juega que a las finales trampas y caras salen- Le advirtió Marlon tratando de moderar su rabia mientras Oscar se quejaba de su actitud y le decía: “Más lo que lloras como nena”

A la par con la fiebre de los taps regresaba el juego de las canicas, inexorable a los vestigios de las nuevas modas incorporadas a la etapa de la niñez. Los chicos del barrio comenzaron a competir entre sí para ver quienes tenían más bolinchas. Disfrutaban cuando quiñaban alguna, cuando daban un pepo y ganaban el juego. Sacaban pica a sus rivales, se reían cada vez que conseguían muchas victorias y se enfurecían cada vez que perdían.

Fue en ese verano vacacional en el que Marlon se convirtió prácticamente en un coleccionador obsesivo de canicas. En casa había atiborrado decenas de botellas de gaseosas, llenándolas de dichas esferas. Poseía una gran cantidad de bolinchas lecheras, y una mínima de quiñadas. Tenía en sus manos una puntería fenomenal con la cual ganaba más juegos y por lo tanto conseguía aumentar de un modo incontable el número de nuevas esferitas de diferentes colores pero de igual tamaño.

-¡Pepo carajo!- Celebró Oscar en la cara encolerizada de su hermano.

- Eres un lechero... nada más- Le respondía Marlon con la sangre hirviendo a la par que se mordía una uña.

Cierto día muy similar a los demás Oscar, su hermano mayor, también se sumergió en el adictivo mundillo del juego de las canicas. Comenzó a ganar tantas de un modo consecutivo que de un momento a otro logró tener más de un centenar. Así, primero de una en una y luego de decenas en decenas, llegó al punto de estar tan cerca de igualar a su hermano quien misteriosamente había extraviado un par de botellas repletas de canicas.

El auge inesperado de Oscar y el supuesto extravío de la valiosísima propiedad de Marlon hicieron que los chicos del barrio conjeturaran la idea de que Oscar le había robado descaradamente a su hermano.

De los chicos del barrio también nació la idea de que los hermanos se enfrentaran en un duelo para medir sus habilidades en el manejo de las canicas. Jugarían todo el día: de diez de la mañana a diez de la noche. Sólo pararían para ir a almorzar o para ir a orinar al árbol de la casa de la señora Angelita, una vieja solitaria y malhumorada a la que le habían declarado la guerra. Quien obtuviera más canicas del otro sería el ganador.


Fueron largas las horas en que las canicas no dejaron de rodar sobre la tierra. Todos los chicos del barrio se habían reunido en la cuadra de los hermanos enfrentados. Uno tras otro pepo se escuchaban y unas tras otras canicas se apostaban. Los chicos del barrio se mostraron inconformes al observar que prácticamente seguían empates. No estaban dispuestos a tener un empate como resultado final por lo que a alguien se le ocurrió la loca idea de que apostaran todas las esferitas que tenían en un único juego.

-Todo o nada- Sentenciaron los chicos del barrio y todo o nada se jugó.

Fue allí cuando la situación llegó a su punto más crítico. Ninguno de los dos podía fallar. Quien chocara su canica con la del otro ganaría todo, absolutamente todo y el perdedor no solo se quedaría sin sus esferitas sino que también la fama atribuida de “el mejor de los mejores en el juego de las canicas” quedaría solo en una especulación y sería olvidada al igual que la especulación misma.

Las manos le empezaron a sudar al mayor de los hermanos. Utilizó la risa como intento de disimular su nerviosismo. Por otro lado Marlon tomó aquella risa como una ofensa. Ambos se involucraron en una discusión que parecía no tener fin. Lo que en un primer momento fue una risa por parte de Oscar se había convertido en una burla y lo que en un momento fue una llamada de atención por parte de Marlon se transformó en una serie de insultos.

-¡Que te vas pa´ la mismísima mierda, concha tu madre!

¿Concha tu madre?... y se estaba insultando a sí mismo. Parecía estar a punto de rendirse pues las lágrimas no esperan nueve meses a nacer. En cuestión de segundos parpadeó intentando reprimir sus nacimientos encarcelándolas en sus ojos. La furia le había cegado la mente, no le dejaba organizar las ideas. Sólo atinaba a lanzar una serie de improperios mentando a la madre de su único hermano, que a su vez venía a ser su propia madre.

-Si huevón, te la pegas de payaso. ¡Ya deja de reirte mieeerrrda!- gritó casi quedándose afónico.

La tensión creció, ninguno de los dos cedía y la agresividad aumentó súbitamente

De repente sucedió: La cólera había llegado a su máxima expresión. Marlon cogió todas sus canicas, las vació de las botellas en donde las guardaba y las arrojó con odio hacia al suelo. Les dio la espalda a todos y empezó a correr sin detenerse y sin rumbo definido. En su mano aun tenía la canica del juego. A una distancia cerca del imposible  la tiró de reverso  y sin  regresar a mirar. La tiró muy duro. Aún así la esfera demoró una eternidad en caer. Lentamente su esferita se acercó ya sin fuerzas  a la canica de su hermano y casi rozándola le dio un beso agónico.

¿Pepo?, se preguntaron incrédulos unos a otros los chicos del barrio y después de asimilarlo lo gritaron: ¡Pepo, Pepo!

Marlon aún no estaba tan lejos, sabía que debía de seguir corriendo, pensó en fugarse. Eran las diez de la noche cuando a toda prisa dobló la esquina sin saber que había sido el ganador del más grande de los duelos del juego de las canicas que alguna vez se realizó en las calles  de Cossio del Pomar. Por esos tiempos Marlon apenas tenía ocho años de edad pero se veía de seis y se comportaba de cuatro. Sin lugar a dudas era un fiel partícipe de las temporadas de juegos infantiles creados por varones para varones.


...

Ninguno de los chicos del barrio imaginó en ese momento que dos meses después el juego de las llantas se impondría al de las canicas por una larga temporada.



viernes, 26 de octubre de 2012

Valicho


.
-Nadie se alegró cuando naciste- 
Me confesó mi tía Micaela.
Yo solo tenía cinco años.

Mamá no me quiso a sus quince años. Pero me engendró a sus dieciséis. Mamá no me quiso a los treinta ni a los cuarenta pero es posible que sí lo haya hecho a los sesenta y cinco, justo en su último año de existencia.

Siempre dijo que yo era valiente. Su rostro formaba una expresión de tristeza y disgusto  cada vez que me lo repetía. Las arrugas que le bordeaban los labios se le hacían más notorias y las de la frente -¡Tan sombrías!- solían indicarme cuan grande era su amargura.

No recuerdo haber recibido alguna muestra de cariño por parte de ella, ni un solo beso, ni siquiera en la frente. Pero justo antes de su muerte ella evocó un recuerdo inesperado, tal vez fue un delirio o quizá fue su subconsciente tratando de enmendar una parte de todos los errores que cometió. Aunque a esas alturas todos los intentos por hacer menos triste mi pasado resultaron inútiles.

Me despertó a las tres de la mañana con un grito espantoso, un lamento que de seguro le salió de las entrañas. Sudaba frío. En la oscuridad de su habitación me miró arrepentida con un par de lágrimas recorriendo su rostro completamente ajado y tomándome del brazo con sus dos manos temblorosas me hizo saber que en una ocasión, cuando yo apenas daba tres pasos y no sabía hablar se acercó a una de mis mejillas y la besó. Me dijo que me había besado sin la desazón en el alma que siempre la acompañaba.

- Mientras que envolvía tu cuerpecito- continuó

Cayeron al suelo las dos únicas lágrimas que le vi en toda mi vida. Me contó que me abrazó fuerte, tan fuerte que en aquel momento mis costillitas le advirtieron que debía soltarme, y luego su cerebro le ordenó a su corazón que debía retirarse, ausentándose así por muchas décadas.  

–Eras un niñito muy flaquito y moquiento- Me había susurrado al oído- sobre todo moquiento.

Ninguno de los dos pudo dormir esa madrugada y no porque así lo hubiésemos deseado. Sino porque al parecer ella se había obstinado en dejar de existir. Fue minutos después de que dejara de apretarme los brazos, mucho después de haberse limpiado aquel par lágrimas rebeldes y de que su silencio se volviera ensordecedor.

 A sus sesenta y cinco años mamá adquirió la tendencia de olvidar casi todo, menos su eterna deuda conmigo, esa falta que  en ésta ni en ninguna otra vida llegaría a corregir. Al parecer aquella madrugada mamá olvido hasta de respirar y cuando intentó recordar como se hacía prefirió guardar su energía en el rincón más desusado de su mente y así sin dar siquiera un suspiro la vi desaparecer, extinguirse, ya no estar para  siempre.

Fue raro. Ella estaba muerta y yo seguía vivo, sin sentir nada. 



miércoles, 24 de octubre de 2012

Rojo sanguinolento


Entre el campanear de la misa de las nueve y el momento en que el humo de incienso que invadió por completo la iglesia del perpetuo Socorro, Jie Lee empezó a sangrar de la entrepierna, primero distraída, sin darse cuenta, sólo algunas gotas y luego alarmada, al sentirse incómodamente mojada y percatarse de que un color rojizo iba adueñándose de su vestido blanco. 

Estaba sentada en un extremo de una de las tantas bancas ocupadas por un gran número de fieles devotos y jugaba  distraída con la cruz del rosario heredado de su abuela materna hasta el momento en que el miedo la invadió por completo. 

Con desesperación apretó muy fuerte la palma de su mano derecha en su boca para evitar que se escucharan sus gritos quejumbrosos y  posó, casi temblando, la mano izquierda en la entrepierna como un intento de ocultar lo inocultable.

Jie lee, de piel clara había palidecido al extremo de que sus labios originalmente rosados se encontraban de un color asemejado al de los muerto. Se puso témpano, rígida como glacial pero la lava de su volcán seguía su curso imparable.

Fue viernes santo el día en que por primera vez pensó que a diferencia de todas las mujeres ella llevaba un infierno en su interior.