¿Por qué callar si nací gritando?

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miércoles, 28 de diciembre de 2011

Historia de un amor atípico


Las largas horas nocturnas en que don Ángelo Vignolo pasó en su juventud sin lograr concebir el sueño, fueron determinantes para que su rostro adquiriera aquellas ojeras aplomadas, vistosas e inconfundibles que le dieron un aspecto lívido y que originaron entre los comentarios agudos y graciosos de su reducido grupo de amigos, el apodo de “El zombie”.


A su marchita edad, después de que el tiempo se paseara sin apuros ante sus ojos y decrepitara su cuerpo hasta un punto cadavérico, no se le pasó por la cabeza pensar siquiera que aquel perturbable insomnio regresaría una vez más a apoderarse de él. Mucho menos pensó que su mente sucumbiría a los frágiles recuerdos de antaño y sobre todo, a las añoranzas de que regrese al presente lo mejor de su pasado.


– En la vida hay amores que nunca pueden olvidarse – Pronunció con una voz cantarina el coro de un bolero que siempre vagabundeaba en su atolondrado cerebro, pero que casi nunca se animaba a articular.


En efecto había en su vida un amor de aquellos, uno de eso que como dice la canción “nunca pueden olvidarse”


– ¡Porque los amores no se olvidan! – Gritó de improviso rompiendo abruptamente el silencio solitario de la noche – ¡Los amores no se olvidan! – Gritó otra vez desgarrándose el vientre. La fuerza desesperada de aquel sonido gutural parecía salida desde las entrañas del mismísimo demonio. Gritó una vez más deseando que todos los habitantes de la tierra lo escucharan y se dieran cuenta de su existencia. Luego se dijo para sus adentros (Más aún un amor como el que todavía guardo por ti Anamelí. ¡Oh Anamelí, Anamelí! Anamelí fuiste todo… Fuiste hasta mi propia perdición. Mírame ahora, aunque no quiera recordarte sigues habitando en mi mente y en mi desventurado corazón. Si tan sólo… Si tan sólo me hubieras hecho caso, no hubiera pasado lo que pasó…)


El día en que Angelo la vio por primera vez, ya había cumplido los veintitrés años de edad y aún no le era impuesto el sobrenombre de “El zombie” por el simple hecho de que no mostraba en su rostro el menor indicio de una posible formación de manchas sombrías bajo sus ojos. Dos días después de enterarse de su existencia pudo tener inesperadamente el primer diálogo con ella, aunque no fue del modo como lo había previsto:


– Disculpa – Fue la primera palabra que Ángelo dijo. En ese momento no imaginó que también sería la última palabra que le diría en un tiempo no muy lejano.

– Eres un idiota, fíjate por donde caminas – Respondió Anamelí furiosa con la boca fruncida – ¡Por Dios! Has malogrado toda mi maqueta – La cólera se le salía por los ojos, el trabajo de toda una semana se le fue por la borda. Ella estudiaba arquitectura en la misma universidad en que él estudiaba derecho y ciencias políticas y por ese tiempo académico los trabajos y los parciales eran de suma importancia y estaban al orden del día.

– Pe… Pe… Pe, pe… Pero no fue mi intención – Esa fue la única vez en toda su vida que a Ángelo se le oyó tartamudear.

– Sí, claro – Dijo Anamelí resignada a su suerte.

– Me llamo Ángelo, de verdad lo siento mucho – Trató de excusarse.

– Está bien ya pasó, no te preocupes – Anamelí se esforzó por sonar amable.

– Y tú, ¿Cómo te llamas? – No dudó en preguntar.

– Anamelí – Respondió mostrando una sonrisa hipócrita y se marchó.


Así fue como conoció su nombre y así fue también como inició la travesía que tenía como fin supremo el cobijarse en su corazón para que jamás de los jamases lo dejara desprotegido.

Pasaba las noches enteras pensando en un amor que creía posible. Imaginaba que Anamelí era una virgen a la cual debía adorar. Soñaba despierto y hasta dormido, sumergido en uno de los rincones inconscientes de su alma. La recreaba en escenas inesperadas, en situaciones diversas que pasaban desde la simple proyección mental de su sonrisa, hasta la expresión más pura del amor.


Tenía en su neurona más retorcida la fantasmagórica idea de visualizarse desnudo junto a ella, enredados entre unas limpias sábanas blancas mientras que sus cuerpos se refocilaban en un vaivén imparable y sus almas se unían para amarse en el recóndito confín de sus sueños.


A don Ángelo Vignolo se le hacía fácil recordar todo eso, pero se le hacía difícil librarse de la nostalgia que le producía dichos recuerdos. Cada vez que se acordaba de ella, en su mente empezaba a sonar la melodía de la canción que poco antes se había animado a pronunciar, y como sólo sabía el inicio de la canción, decidió pronunciarlo nuevamente.


– En la vida hay amores que nunca pueden olvidarse – esta vez su voz sonó como un suave susurro, luego suspiró y finalmente volvió a hablarse a si mismo.


(Ves mi vida, yo daba todo por ti, todo. Entregaba hasta mis sueños. Desde aquel fortuito accidente en que pude hablarte no hubo un momento en que no me pasaras por el pensamiento. ¿Acaso no lo entendiste? Te lo dije demasiadas, demasiadas veces… Te lo dije una y otra vez hasta el cansancio…)


Fueron exactamente ciento cuarenta y ocho las veces en que Ángelo utilizó frente a Anamelí la frase cursi “No dejo de pensar en ti” y fueron ciento cuarenta y ocho las veces que no recibió una respuesta positiva por parte de ella. Si se puede decir, tuvo ante ella once declaraciones de amor oficiales en las que penosamente trató de convencerla, siendo la última declaración de amor la que le dejó una úlcera en su porfiado corazón.


Aquella declaración de amor ocurrió poco antes de la apertura de aquel verano infernal que marchitó las pieles y los cerebros de centenares de piuranos. El joven universitario decidió seguirla por todo el trayecto de la universidad hasta su casa. Estaba dispuesto a justificar su aparición inesperada y a argumentar sus angustiantes sentimientos. Pero fue ella quien se percató que la seguía, se sintió asfixiada y atinó a poner las cosas en claro:


– ¡ya basta! Me das miedo – Lo desenmascaró.
– No puedes tenerle miedo a una persona que te ama – trató en vano de apaciguarla.
– No me hables de amor. Estoy casi segura que nunca has tenido una enamorada (en efecto era así), por lo tanto no sabes lo que es amar. ¡Maldita la hora en la que te cruzaste conmigo! Tú acaso crees que una mujer como yo se va a enredar con un prospecto de hombre tan ridículo como tú, que sólo sirve para decir huachafadas y para aparecer y desaparecer como un fantasma. Me das miedo, ¡Entiéndelo! por favor no me molestes más – Anamelí desfogó ese malestar que la tenía con los pelos de punta y no dudó en ser dura con él.
– No se trata de eso – dijo Ángelo con la voz entrecortada.
– entonces, ¿de qué se trata? – Interrogó Anamelí de mala gana.
– Que lo que yo siento por ti es algo inmenso que va fuera de toda lógica y aunque me trates de esta manera y me hagas el hombre más desdichado de la faz de la tierra yo siempre voy a estar dispuesto a luchar por ti, hasta el final. Porque el amor es un combate sin principio ni fin.
– ¿que el amor es un combate? – Lo interrumpió.
– Por supuesto – Ángelo sonrió pensando que por primera vez podía ser comprendido.
– Pues te informo que no tengo el menor deseo de combatir – Contestó y aceleró su paso dejando a Ángelo atrás, en medio del camino.


El joven universitario jamás pudo recordar de donde nació el espeluznante deseo de acariciar a su amada y luego apretarle con piedad cada músculo de su cuerpo para provocar su muerte. Fue así como un sábado fúnebre decidió estrangularla en una sesión escandalosa y repudiable. Mientras sus gruesas manos apretaban el cuello de su amada, Ángelo gozó como gozan los infantes al jugar con sus mejores juguetes. En la apertura de la inexistencia logró darle un beso en la boca y susurrarle al oído una sola palabra “Disculpa”.


Esa era una de las peores cosas que se reproducían dentro de su cerebro, como una vieja fotonovela que a Don Ángelo Vignolo le estrujaba el corazón.

De pronto dejó de tararear la única canción que le recordaba a ella y se encontró lloriqueado como un recién nacido en la cama del manicomio San Clemente en donde ya llevaba como huésped cerca de cincuenta años.


(Ahora entiendes Anamelí, debiste decirme que sí, debiste amarme como yo te amaba. Hubiéramos sido los amantes perfectos. Pero no, claro, no lo quisiste. Ahora estás muerta y yo loco, pero yo loco de amor. Al menos eso es gratificante. Saber que moriré por algo supremo, por el amor de una mujer, en el fondo me enorgullece. ¡Pero caray! Si me hubieras dicho que sí tal vez nunca hubiera perdido el sueño hasta un extremo preocupante y mucho menos estos esquizofrénicos amigos míos, me hubieran apodado como zombie. Mi Anamelí, sólo me queda el recuerdo de tu nombre y el tormento de mis sueños. Sólo me queda seguir siendo el loco que te habla a pesar de estar muerta, aquí en el silencio de la noche.)


RUIDO MARGINAL.